Explorando

¿Has escuchado alguna vez la leyenda de la espada muerta? Dicen que se trata de una figura oscura, pero muy hermosa, que vaga de un pueblo a otro. En una mano lleva la espada, enfundada en una saya tan negra como sus ropas y casi tan negra como su alma, y en la otra casi siempre lleva la cabeza de su última víctima, solo la cambia cuando encuentra una digna. No, no es de esta dimensión, es una criatura del otro lado. No decimos su verdadero nombre en voz alta, especialmente en la noche, pues él es la noche y la noche es él. Es su madre y su amante, su ama y su esclava, lo acaricia y lo llama para continuar avanzando, para que la tiña del carmesí que la excita y el negro y el rojo puedan hacer el amor acurrucados por la muerte. Y el, es su emisario, puedes llamarlo: Syd.

Aquella tarde comenzaba a morir, el sol había sido herido y el cielo se teñía de purpura mientras el astro rey moría detrás del horizonte. Volvería desde luego, el desgraciado nunca tenía suficiente, siempre tenía que atormentar a la noche e intentar robar lo que por derecho era suyo. El negro comenzaba a invadir y las sombras a tomar su lugar, aún quedaba algo de ese horrible resplandor, pero estaba bien, era bueno poder aplastarlo debajo de su bota.

Detrás de él se dibujaba un pilar de humo negro. Allí alguna vez había existido una haldea, sin embargo uno de esos simios humanos había intentado defender a su hija, que era medianamente atractiva para ser una campesina, y le había clavado una os en la espalda. ¡Que estúpido!, ¿no se daba cuenta de que era un privilegio para la chiquilla ser poseída por él? Había tenido que aleccionar al pueblo, corto los brazos y las piernas del hombre y lo hizo mirar como ultrajaba a la indigna campesina mientras las casas ardían. Ahora solo vagaba por allí llevando un racimo de cabezas, la del blasfemo hombre y su familia, eran cinco cabezas en total, las clavaría en unos buenos postes como advertencia para el próximo petulante mono que intentara molestarlo.

Pero no había habido buenas estacas allí, y tuvo que ir al bosque para hacerse con las propias. La espada tembló un poco, hambrienta, dentro de su saya.

-¡Shikyo, Chist! –le ordenó con su voz suave y varonil. Le hablaba con cariño a la espada cono si fuera un hermano pequeño-, ya has bebido suficiente tú, nunca dejas nada para mí.

Era un joven, al menos parecía serlo, de unos veintiséis años, y era infinitamente bello. Se encontraba en algún punto entre lo varonil y lo femenino, sus cabellos negros casi hasta los hombros se movían siempre como atrayendo, acariciando sus pálidas mejillas como deseándolo y apartándose para que sus ojos proyectaran su mirada imponente y seductora. Era la clase de hermosura que uno encontraría irresistible y que a la vez le haría temblar de terror, como contemplar la misma cara del miedo, atrayente, deseable y aterrador.

Llegó al fin a un claro, siguiendo su búsqueda algo frustrado, le desesperaba no poder terminar su misión y le desesperaba aún más el pensar en terminarla, eso le hacía sonreír más intensamente sin darse cuenta. De pronto vio a dos extraños hablando en ese claro y sonrió un poco más, quizás ellos supieran donde encontrar lo que buscaba.

-¡Hey! –Saludó con la mano al llegar frente a ambos-, si son de este bosque quizás puedan ayudarme…

Los miró detenidamente ya cerca… un Breaker y una Asesina sin duda, una incluso de la dimensión donde él provenía. Contuvo una risilla afilando los dientes, como le causaban gracia esos títulos. Había aceptado uno tan solo porque le habían prometido diversión y no había visto nada de eso. Bueno, quizás al menos podrían ayudarle en algo. Adelantó el racimo de cabezas que mantenía unida por un cordel que pasaba en las cuencas donde habían estado los ojos: un hombre, su mujer, la susodicha chica, su hermano y el pequeñín de casa, ¡qué lindo se veía ahora!

-Busco estacas altas para poder colocar un aviso…

Dicho esto guardó silencio, sonriendo y esperando algo de ayuda.